Cronistas en el campo de batalla

Cronistas en el campo de batalla

La Guerra del Chaco significó una dura prueba para Bolivia y también para su prensa. Entre la precariedad y la censura militar, los periódicos tuvieron que extremar esfuerzos para informar sobre el conflicto entre Bolivia y Paraguay y enviar corresponsales al campo de batalla. Así surgieron los primeros cronistas: Guillermo Céspedes Rivera, Francisco Villarejos, Rodolfo Costas y Augusto “Chueco” Céspedes.

Céspedes Rivera, el primero

El primer periodista boliviano en llegar al campo de batalla fue Guillermo Céspedes Rivera, periodista del matutino La Razón, en noviembre de 1932.  “Céspedes Rivera cubrió el conflicto desde los principales escenarios de la guerra, recreó en sus crónicas las hazañas de sus héroes y entrevistó a los líderes políticos y militares de la época”, escribe Juan Carlos Salazar del Barrio.

En su libro inédito, Mortajas de caqui, Céspedes relató sus experiencias en el frente. El cronista devino en docente y en 1971 dirigió la carrera de Comunicación Social de la Universidad Católica Boliviana.

Guillermo Céspedes Rivera, de civil, junto a soldados bolivianos en el Chaco. Foto Proyecto Tuja.

Delegación paceña con el “Chueco”

Había pasado ya un año de la guerra cuando, en febrero de 1933, el Ministerio de Guerra de Bolivia convocó a corresponsales de prensa a cubrir las “victorias” del ejército boliviano. De La Paz partieron: Francisco Villarejos por Semana Gráfica, Guillermo Céspedes Rivas de La Razón (en su segunda incursión), Rodolfo Costas por Radio Nacional y Augusto “Chueco” Céspedes, corresponsal de El Universal.

El paso de Augusto Céspedes “por la guerra, primero como periodista y luego como soldado terminaron de dar forma a sus ideas políticas, también como resultado del encuentro en las trincheras de toda una juventud que buscaba a ciegas a qué aferrarse en la construcción de una identidad nacional (…) Pero también fue su paso por la guerra lo que terminó de afinar su vocación narrativa, en el ejercicio de dar cuenta de la absurda heroicidad de los ejércitos movilizados, de los horrores de la violencia o el castigo de la sed. Aún como soldado continuó enviando despachos para El Universal, pasando filtros aún más severos de censura y construyendo, al mejor estilo hemingwayeano, perfiles de héroes románticos y absurdos. De hombres valientes y viriles, pues”, escribe Luis Carlos Sanabria en el artículo El Chueco en el Chaco.

Augusto Céspedes Patzi, como soldado y como periodista. Foto: Evocación de Augusto Céspedes de Mariano Baptista Gumucio.

Después de la guerra, el “Chueco” iba a convertirse no solo en escritor sino también en político al lado del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y en maestro de periodistas. De su experiencia en el cambo de batalla nacieron los libros: Crónicas heroicas de una guerra estúpida, que reúne sus artículos como corresponsal; la novela Prisionero de Guerra y el volumen de cuentos Sangre de mestizos, que incluye el ícono de la narrativa boliviana titulado El Pozo.

Este cuento, según contó el propio Céspedes, tiene su origen en la siguiente crónica publicada originalmente en El Universal que forma parte de Crónicas heroicas de una guerra estúpida:

LOS SOLDADOS MINEROS BAJO EL SUELO DE NANAWA

En el Chaco la obra más pequeña requiere un enorme esfuerzo, pero no hay obra por difícil que sea que no se emprenda. El hombre en guerra, crucificado por el tiempo y el espacio del Chaco, los vence con los recursos más sencillamente admirables.  ¿No hay agua? Tráigansela, de veinte leguas de distancia, diariamente. ¿No hay camino? Pues, ábrase uno, aunque sea de cincuenta kilómetros con hacha y machete.

Para atacar Alihuatá que estaba unido a Saavedra por picadas dominadas por los pilas, se usó un recurso que parecía irrealizable: se abrió a través de una región inexplorada y boscosa un nuevo camino de 50 kilómetros, trabajado en secreto.

En Nanawa, algunos sectores daban a la defensa de los pilas una enorme ventaja. Atrincherados ellos en el monte, dominaban totalmente ciertos pajonales que les separaban de las posiciones bolivianas, enclavadas en monte más bajo. Intentar un ataque por el pajonal era una locura por la imposibilidad físicamente humana de romper las cortinas de fuego con que las ametralladoras paraguayas habrían segado batallones íntegros avanzando al descubierto.

Entonces, no pudiendo avanzar al descubierto, busca el soldado un medio físico de protección. Se cubre con la tierra misma, vale decir, hace un subterráneo. Así se tomaba fortalezas en la antigüedad y aun en la Guerra Europea se atacaba así, por debajo, trincheras inexpugnables por arriba.

En Nanawa se hacían obras de esta ingeniería de hormigas. El comandante Reque Terán me autorizó a visitar, en el sector norte, un túnel que se estaba abriendo en dirección a uno de los puntos claves de las posiciones paraguayas. Fui allí con el capitán Illanes.

Rodeamos a Nanawa, andando por las zanjas bolivianas hendidas en el borde de la arboleda donde comienza el pajonal, amarillo y verde. El sol de las 3 de la tarde extrae de la tierra fulgurantes espejismos de jaqueca. Torsos desnudos de soldados se destacan en el fondo de los refugios abiertos en la pared de la zanja. Los nidos de ametralladoras vigilan el pajonal quieto y somnolente en cuyo fondo se alza el monte de Nanawa, sombrío y temible desde el cual atisban también sus ametralladoras. Entre uno y otro lado se extiende el campo cubierto de paja. Se distingue claramente las chapapas de ametralladoras paraguayas.

LA GALERÍA DE ATMÓSFERA DANTESCA

En un ángulo de la trinchera se abría una boca de lobo, cuadrangular y misteriosa.

Había que descender un poco y luego avanzar a gatas por el agujero que se extendía horizontalmente. Emanaba de sus paredes la refracción del aire caliente, y era esa la única sensación a percibir: el aire tenebroso denso y pesado.

Más adentro una lamparilla de gasolina crepitaba en la soledad. Sentí la angustia del hombre no habituado a las minas, el presentimiento del desplome inminente dentro de un calor opresivo, tan apretado como una camisa de fuerza, y la pesadez de la atmósfera que, si pensara, habría comparado con los gases de una asfixiante solfatara dantesca. La oscuridad se iba compactando, se desdoblaba hacia adentro, bajo la bóveda que parecía aplastarme, cerrándome el paso.

Fenómenos de una vida extraña y ciega se operaban ahí adentro. El sentido del espacio se reducía a una noción de negrura, de calentura y de amenaza rodeándome. El calor envolvía los movimientos del cuerpo al arrastrarme como con fajas de arena salitrosa y yo sentía el sudor que como serpientes minúsculas me corría por el vientre.

A la luz de la lamparilla vi venir hacia mí una sombra. Un minero que se arrastraba y al mismo tiempo arrastraba un atado de tierra, con estirones rítmicos que se acompasaban con una exhalación que soplaban sus pulmones.

Ya estaba al término. ¡Un agujerito traía luz y aire de afuera! Estaba bajo el pajonal. Avanzando un poco más, encontré la visión completa de un hombre desnudo, brillante de sudor, en cuclillas, perforando el fondo de la galería. Era el trabajador fantasma, minero sombrío de las montañas que traía su técnica subterránea hasta las entrañas del luctuoso suelo del trópico chaqueño. ¡Minero montañés, proletario de las sombras, que fue el primero en avanzar venciendo la resistencia de la tierra que defendía a Nanawa! ¡Te veo hoy, hombre de músculos de altiplano, condenado en una galería ya no en busca de metal sino en busca del espíritu recóndito arraigado en las tinieblas!

Volví inmediatamente, huyendo de la angustia de esa presión asfixiante y tumbal. Al salir a la luz, al erguirme en la trinchera, me pareció haber vuelto de una excursión larguísima, de muchos días, de muchos años quizás. Sentí una liberación de recién nacido. Había permanecido 15 minutos en la galería. Para mí era imposible estar más tiempo en aquel horno seco y tenebroso dentro del que se anulaban los sentidos para que todo el ser percibiese únicamente a la tierra tragándole a medio cocer.

 ¿Quién era ese ser misterioso y callado que trabajaba ahí adentro?

-Hemos escogido a los mineros del Regimiento-me dijo Illanes. Cada uno trabaja dos horas. El trabajo tiene que ser lento, como habrás visto.

-¿Cómo se orienta el túnel?

-Muy difícil. Por brújula, pero confiamos más que en brújula en el sentido de la orientación propio de los mineros.

Tomé una fotografía de los soldados mineros. Sus nombres Feliciano Zeballos e Hilarión Márquez, obreros de Monte Blanco; Juan Rodríguez y Jerónimo Velasco de Uncía y Santiago Vilahajua de Cerro Rico.

Augusto Céspedes, 13 de julio de 1932